martes, 17 de junio de 2008

Del truco y del Diablo

-Hola Fulgencio.
-Hola ¿Cómo andamos hoy?
-Bastante mejor, gracias. ¿Cómo está usted? ¿Qué tiene en las manos?

Mi enano esta sentado en el sillón. A sus pies nuestra perra, Petunia, duerme plácidamente.
Mi enano tiene algo entre las manos. Algo que hace un ruido muy particular como los pasos de un ciempiés sobre un entarimado.

-Un mazo de cartas- me dice.- ¿Hacemos un truco?
-El truco mucho no me gusta. Me recuerda ciertos vicios locales que prefiero acallar.
-No se ponga así- me dice- El truco nunca le hizo daño a nadie. Déle hagamos un partidito.
-Es que es un juego en el cual me siento inseguro. Eso de que le estén mintiendo a uno, ocultándole la verdad, no me viene bien. Prefiero el chinchón.
-El chinchón es para las viejas.

Mi enano se levanta del sillón y reparte tres cartas de mi lado del escritorio.
Levanto mi suerte y miro: un cuatro de copas, el siete del mismo palo y un tres de oro. Al menos voy a tener algo para el envido. Soy mano así que recito:

No me mire con desprecio,
Si al arrancar me precipito,
No es por malo ni por maldito,
Que estas verdades le convido,
Bien fuerte le canto: Envido,
Sin vergüenza ni pruritos.


Fulgencio se ríe y mastica un verso:

No se haga el que no sabe,
No me diga que le miento,
Acaso mi “quiero” sea en el viento,
Como un bote sin sus remos,
33 puntos de los buenos,
Me tienen más que contento.

-Son buenas- digo y juego el 3 de oro. Juego como me dijo mi viejo. Con la primera siempre en casa. Fulgencio esconde su cara detrás de las cartas. Juega el 7 de oros y vuelve con el 6 que completa las 33 que cantó previamente.

-Truco a esa mierda- dice con un grito.
-¿A qué mierda le canta si todavía no juego nada?
-Se le nota en la cara que no tiene nada para la segunda mi amigo- me cancherea- Vamos, diga “no quiero” y le cebo unos mates.

La verdad que no quiero agarrar pero como no estamos jugando por dinero, me envalentono y largo:

-Quiero… pero retruco.

Fulgencio, que estaba por jugar su carta, se frena de golpe. Duda. Dudo. Me mira. Lo miro. Transpira. Transpiro.

-Sólo por esta vez, no quiero. ¿Se puede saber qué le quedaba?- me pregunta con cara de angelito.
-Le va a tener que pagar a una gitana para que le diga porque yo no le pienso contar.

No reímos. Fulgencio va a buscar el termo y el mate. Al volver me dice:

- ¿Le conté alguna vez de mi primo Rómulo?
- No, nunca. ¿Primo hermano?
- Más o menos. Que yo sepa Rómulo fue la única persona que le ganó un truco al Diablo, al mismísimo Mefistófeles.
-¡¿CÓMO?!
-Así como lo escucha. Espere que arme el mate y le cuento.
-¿Por qué alguien jugaría al truco con el Diablo? ¿Qué razón es lo suficientemente valedera?
-El amor de una mujer es razón más que suficiente, ¿no le parece?

Fulgencio llena la calabaza de los martes y comienza a contar. Me dejo llevar por sus palabras otra vez.

Al truco con Mefistófeles.

Por una mujer, nosotros los hombres, somos capaces de hacer cualquier cosa, incluso aquellas que no queremos hacer. Esta facilidad para poner en juego nuestra persona se ve favorecida aún más cuando la mujer en cuestión es de una belleza remarcable. Este era el caso de Paquita.
Francisca, como en realidad se llamaba, era famosa por su hermosura en Loma de Lata muchos antes de que alcanzara la pubertad. Y una vez que llegó a la tierna edad, los pretendientes comenzaron a asediarla de una manera atroz. Sus amigas preferían no invitarla a sus cumpleaños porque acaparaba la atención de grandes y chicos.

Su belleza crecía cada segundo y se volvía más brillante, más intensa. Se decía que don Atilio, su padre, había recibido ya las propuestas de casamiento de 2 de los 5 hijos del juez de paz, del comisario Enríquez, del Turco del almacén, entre decenas de otras propuestas más humildes.
Como suele pasar en estos casos, dentro de dichas propuestas de pretendientes mediocres estaba la del elegido de Paquita. Se trataba de Rómulo Barrado uno de los empleados del Banco Nación. Se habían conocido en misa de once y se habían enamorado mirándose de reojo. Solían verse a escondidas cuando ella lograba escapar del ojo celoso de su padre. Estaban planeando casarse a fin de año después de que le llegara a Rómulo un ascenso prometido. Los padres de la niña no creían que el muchacho fuera el indicado para su hija y se encargaban de presentarle nuevos candidatos, a los que Paquita rechazaba uno a uno.
Así, para exasperación de Don Atilio, la muchacha descartaba a los mejores partidos en beneficio de su adorado empleado de banco.
Una calurosa noche de verano, de madrugada, el padre de paquita se despertó agobiado por el sudor. Decidió ir a caminar para refrescarse mientras su mujer dormía lanzando ronquidos con envidiable convicción. Se puso sólo sus pantalones y partió.
Llevaba ya un tiempo caminando cuando salió a su encuentro una figura vestida elegantemente.
A continuación de su camisa blanca, con el cuello rígido de almidón y desprendida hasta el tercer botón, se podía ver un cinturón de cuero de yacaré que ajustaba a una cintura muy fina unas bombachas blancas de algodón. Los botines eran negros, como el fondo de un pozo, y reflejaban la luz de la luna. En el cuello llevaba anudado un pañuelo gris. De su boca colgaba un cigarro negro corto que le iluminaba el rostro impecablemente afeitado. Sus ojos tomaban el resplandor de la brasa y lo reproducían dándole un aura diabólica.
La figura que caminaba con una ligera renguera, probablemente debida a una herida vieja, se acercó a Don Atilio con calma.
El viejo lo saludó con una inclinación de cabeza y se apresuró a pasar junto a él para evitar tener que hablarle. El extraño, con una voz de bajo con un dejo metálico lo detuvo y lo saludó.

-¿Cómo está don Atilio?- le preguntó- ¿Nadie puede dormir en una noche como esta no?- Viendo que el viejo asentía precipitadamente prosiguió- Se preguntará de dónde lo conozco. Yo sé muchas cosas porque tengo oídos en todos lados. Discúlpeme lo mal educado- agregó contrariado- no me he presentado. Yo soy Mefistófeles, el príncipe de las tinieblas, y he venido a pedirle la mano de su hija.

El viejo abrió desmesuradamente sus ojos e intentó contestarle sólo para descubrir que las palabras se le atoraban en la tráquea.
-No hace falta que se asuste, futuro suegro- continuó el diablo- entre parientes no tenemos que temer. Hace rato que observo a Paquita desde las sombras y debo confesarle que me he enamorado de ella. Varios de los muchachos que están conmigo abajo, allá abajo- dijo señalando hacia el suelo con su dedo índice- me han aconsejado sentar cabeza de una vez para evitar andar por el mundo solo y triste. Así que me he decidido por su hija. Espero que no tenga ningún inconveniente. Claro que, ahora que vamos a ser suegro y yerno, no tendría ningún problema en hacerle algunos favores, de esos por lo que soy conocido. Eso sí, todo depende de su aprobación para el casorio…
No hizo falta que el diablo hiciera ninguna otra proposición. Atilio amaba a su hija pero se amaba mucho más a sí mismo. Esa misma noche se comprometió con Mefistófeles para organizar el casamiento.
El problema surgió a la mañana siguiente cuando le comunicó a Paquita que ya se había elegido a su futuro marido. La niña se rehusó con todas sus fuerzas a unirse al príncipe del Averno y siguió defendiendo su amor por Rómulo. Hastiada, se encerró en su cuarto a llorar por lo negro de su destino.
Mientras mojaba el edredón con sus ojos se le apareció al pie de la cama la figura del demonio. La niña, aterrada, le lanzó un florero pero Mefistófeles esquivó el objeto con una pirueta de baile mientras hablaba.
-Paquita de mi corazón. Niña de mi alma. ¿No te has dado cuenta del gran honor que te hago al ofrecerte mi apellido?- dijo el diablo mientras se agachaba para esquivar un zapato que volaba hacia su cabeza- ¿No sabes que te puedo regalar el mundo, ya que es todo mío, y puedo hacerte la mujer mas feliz del universo? ¿No deseas conocer lugares que nunca, nunca, ningún ser vivo vio? Yo estoy sincera y absolutamente enamorado de vos. De tus ojos preciosos, de tu voz de jilguero- decía el maligno mientras se aproximaba- de tus labios que brillan en la noche, de tu aliento fresco como el vientito del verano. Yo deseo que seas mi mujer, para honrarte siempre- y su mano se posaba en la de ella- siempre, siempre…
Francisca, que primero desconfiaba pero después vio que el diablo era sincero, aletargo el bombardeo seducida por las promesas del maligno. Sin embargo el recuerdo de Rómulo la asaltó y mientras el ser infernal trataba de besarla alcanzó a balbucear: -¿Y Rómulo? ¿Qué pasa con él? ¡Yo amo a Rómulo no a usted!- y con el revés de la mano le propinó un cachetazo tan fuerte que la casa retumbo con el chasquido.
-¡Qué esa persona venga inmediatamente y resolveremos esto como hombres!- dijo el diablo enfurecido, que era de todo menos un hombre.

Paquita bajó corriendo las escaleras y corrió al banco a buscar a Rómulo. Don Atilio no atinó a decir nada cuando la vio salir a los tropezones, sin un zapato y con el rostro desencajado por el miedo. Mientras tanto, en la habitación de la niña, se materializaba una mesa baja cubierta con un paño verde, una baraja de cartas grasientas y dos sillas. En una de ella se sentó Mefistófeles y mientras esperaba mezclaba el mazo con pericia.

En menos de media hora la hora la otra silla estaba ocupada por Rómulo, un Rómulo con el rostro lívido de pavor, que recibía sobre sus hombros las manos de paquita.
-Mire amigo- dijo el diablo- acá la señorita me informa que usted la pretende, igual que yo lo hago. Esto requiere que arreglemos el asunto de hombre a hombre, como se hace en estos tiempos. No se asuste, no le propongo un duelo. No me interesa ensuciarme las manos con su sangre. Si nos encontráramos en el “campo del honor” no existe ni la más remota posibilidad de que usted gane porque, como debe saber, yo soy inmortal. Sepa usted que yo soy Mefistófeles- y mientras escuchaba esto Rómulo palidecía aún más- el Príncipe del dolor. He decidido que esta disputa se resuelva mediante un juego de azar. Más específicamente mediante el juego de truco. De esta manera, si yo gano- y sus ojos se brillaron con furia infernal- me caso con Paquita. Si yo pierdo lo hace usted. Para no hacerle perder el tiempo a nadie, que sea todo decidido en una sola mano.

Rómulo se aclaró la garganta, pensativo y aterrorizado. Si bien una parte de su mente le decía que no era posible que el mismísimo diablo estuviera proponiéndole un juego de truco la mirada asesina que le lanzaban esos ojos brillantes le decía que todo esto era cierto.
El apretón en su hombro que recibió de paquita lo hizo aceptar casi sin pensar con un movimiento de cabeza.

-Muy bien- dijo el diablo- repartiré yo. Jugamos sin flor. El que gane esta mano se queda con la niña.

Las cartas se fueron cada una con su dueño en grupos de tres. El muchacho levantó sus naipes y vislumbró su suerte: un cuatro de copas, un seis del mismo palo y un 12 de oro.
Pensó que al menos podría ganar el envido y sin seguridad cantó:

-Envido.
-Quiero. 33.
-Son buenas- dijo el muchacho tartamudeando.
El diablo infló su pecho, sabedor de su victoria y cantó:

-Truco.

Rómulo tembló. Le latía la cabeza y el aire se iba espesando, llenándose de un terrible olor a azufre. La habitación comenzó a sacudirse y la luz se hizo roja. La temperatura subió como si las cartas se hubieran vuelto de fuego. En su garganta se juntaban dos palabras que luchaban por salir pero que se debatían entre dudas. La vista se le nubló y con el último aliento, desfalleciente, el joven dijo:

-No quiero.

La tensión se rompió. Mefistófeles arrojó sus cartas al mazo y dejó salir su personalidad maldita. La habitación se volvió una isla en un mar de lava, de azufre fundido y cenizas. La figura del infernal pretendiente creció y creció, se volvió una inconmensurable sombra negra que, con voz de caverna, se reía.
Sus garras avanzaron hacia Francisca que trataba de huir, pero lograron atrapar su talle y llevarla cada vez más cerca del maligno.
Entonces, entre el tremendo ruido de la tempestad infernal, se oyó la voz de Rómulo que decía:

-Quiero ver las 33, si es tan amable.

La diabólica parusía se cortó en seco. La sombra negra se achicó y se contrajo para volver a entrar en el cuerpo que había ocupado.
-¿Cómo que quiere ver las 33?- dijo el demonio sorprendido- ya las mostré, justo después de cantar el truco yo…
-Usted-continuó Rómulo- se fue al mazo sin mostrar sus cartas. Así que, si mis cálculos son correctos, los 3 puntos del envido son míos y son más que el punto suyo del truco no querido. Así que el que se casa con Paquita, soy yo.

El diablo, con un grito, comenzó a desparecer lentamente. Lo último en desvanecerse fueron sus ojos, abiertos como un 2 de oro…


Mis ojos están abiertos como los del diablo.
Fulgencio me mira. Le pregunto:
-Y después, ¿qué paso?
-Los muchachos se casaron y el demonio…-Fulgencio sonríe- el demonio aprendió a jugar a la taba…

lunes, 16 de junio de 2008

La niña ciega + visiones del abismo (o como tener una vida en la argentina actual)

-¡Hola Fulgencio!
-Hola, ¿cómo le va? ¿Así que se concluyó con ese tema que lo tenía a mal traer?
-Claro, Gracias a Dios se acabó el problema.
-Buenísimo.

Me pasa un mate. Estoy todavía un poco descompuesto por los festejos de mi reciente logro pero igual se lo acepto. No vaya a ser que se ofenda.
Nuca conté acerca del lugar dónde nos encontramos. Vivimos en una casa de dos pisos, al costado de una ruta nacional. Si bien han cambiado varias veces la ubicación de las cosas, siempre se mantiene la relación: primero viene la PC, después un sillón dónde se apoya todo lo que no tiene un lugar fijo y después el escritorio del jefe.
Traemos agua desde la cocina, que está en la planta baja, y cebamos mates en una calabaza los lunes martes y miércoles y en un mate traído del paraguay los jueves, viernes, sábados y domingos.
A veces es un mate amargo, si estamos dulces por las cosas que nos pasan, y a veces es un mate dulce, si el mundo que nos rodea esta muy amargo.
Vivimos en la argentina, el mate casi siempre es dulce.

-¿Está contando dónde vivimos?
-Claro Fulgencio, ¿qué quiere que comente?
-Dígale a la gente que los vecinos han levantado una pared de ladrillos que nos tapa la visión, pero que no alcanza a ocultar la luna. Cuente que cuando es de noche nos gusta mirar hacia fuera y que parecemos dos gatos enjaulados.
-Tomo nota de lo que me dice,- y realmente lo escribo en el cuadernito que he comprado para que las frases de Fulgencio no se me pierdan- y comparto su sensación. A veces parecemos encerrados. Pero son más las veces que la pared que nos encierra esta en nuestra cabeza. ¿O me equivoco?
-Para nada- dice mi enano- pero no quería usar una imagen tan clásica. No le ha servido para nada el taller.
-No sea cargoso- y me contengo para no revolearle el mate por la cabeza- escribir no es fácil Fulgencio. A veces no sé de que hablar.
- Hable de lo que le pasa. ¿Qué le pasa?

Mi enano no dimensiona que las preguntas que me hace no tienen una respuesta sencilla y mucho menos interesante. Me río y espero paciente un nuevo mate.

-Fulgencio, hace mucho que no me cuenta historias de su país ¿Se le acabaron?
- Nunca se me acaban y son lindas para amenizar el mate.
-Dele nomás…
- Le doy con gusto.



La niña ciega.

Cerca de mi barrio, en la zona de Villa Pipoca, vivía hace algún tiempo una costurera y su hija. La señora que se llamaba Emilia, era conocida por la firmeza de sus trazos en el bordado y por la seriedad con que encaraba cualquier trabajo. La hija, que se llamaba Claudia, era recordada por su gran belleza y por un detalle: era ciega de nacimiento.
Doña Emilia intentaba demostrar con su esfuerzo que la gente confiaba en ella como costurera no por pena debido a su situación de mujer sola a cargo de una niña, sino que lo hacía por la excelencia de su labor.
Claudia no iba al colegio porque en aquellos días no existían personas que se dedicaran a educar a los ciegos. Sin embargo, su madre, en las tardes que le quedaban libres, se encargaba de instruirla enseñándole y leyéndole en voz alta. Solían quedarse hasta bien entrada la noche, discutiendo sobre algún pasaje oscuro de alguno de los libros que habían elegido para leer aquel día. Yo las veía al volver de noche a mi casa, doña Emilia envuelta en un chal de lana para evitar el frío, con el mate en una mano y un libro abierto en la otra y Claudia con sus ojos, su preciosos ojos, fijos en el rostro de su madre como si tratara de verla. Muchas veces me pregunté si no estaba enamorado de esa mirada extrañamente cálida en su fría ceguera.
Doña Emilia tenía un ritual que realizaba todos los jueves. Era ese el día de la semana que se tomaba para visitar a sus clientas. Salía bien temprano en la mañana y dejaba a Claudia. Le daba todas las recomendaciones que le da una madre a sus hijos, y la dejaba, temerosa y con sentimiento de culpa, abrumada por la necesidad del trabajo y por el deseo de no dejar a su niña sola. Los vecinos tratábamos de pasar por la casa de Doña Emilia los jueves para ver si Claudia necesitaba algo. Ella nos recibía con alegría y nos agradecía las atenciones pero nunca hacía pasar a nadie a su casa. A decir verdad, la niña se manejaba extraordinariamente bien pese a su impedimento y nunca había tenido ningún problema. Lo costurera, cumplido el jueves de trabajo fuera de casa, realizaba un último rito: compraba merengues en la panadería de la calle Libertad y se los llevaba a Claudia para compartir esa noche mientras leyeran. Era un premio a su habilidad para esquivar las penurias y una manera de celebrar el hecho de que volvieran a estar juntas.
Una tarde de invierno, después de comprar los merengues en la panadería, doña Emilia cruzó la calle Libertad para ir a su casa. La muerte la esperaba en la mitad de la calle. Don Luis, que llegaba tarde a la casa de sus hijos que festejaban el cumpleaños de su nieto, se distrajo un segundo y no pudo esquivar a la madre de Claudia. Según me contaron cuando llegó la ambulancia Doña Emilia ya estaba muerta. Su cuerpo quedó tirado en el medio de la calle, rodeada de sus utensilios de costura y el paquete de merengues aplastado al pie de un árbol.
Los vecinos se reunieron en la vereda y mientras unos trataban de consolar a Don Luis, otros intentaban decidir quién debía ir a decirle a Claudia, que seguía esperando la llegada de su madre, la triste noticia. Nadie se atrevía, nadie tenía el valor suficiente para cargar de pena a una niña tan frágil y tan bella.
Alguien propuso que fuera el padre Manuel el encargado de dar la noticia, ya que se suponía que era el párroco el que más sabía acerca del dolor humano. Pero existía un problema. El padre Manuel no estaba en la casa parroquial ya que estaba de visita en lo de su hermana y recién volvería en la noche. Decidieron entonces esperar a su regreso.
La oscuridad ya se había adueñado de la villa y las vecinas de Claudia esperaban ansiosas al padre. Yo ya había vuelto del trabajo y me había enterado de las malas nuevas. Aguardábamos murmurando, comentando en vos baja la terrible suerte de la niña preciosa. Algunos se ofrecieron a recibirla en sus propias casas, otros a darles algún tipo de trabajo, otros (entre los que me encontraba) nos comprometimos a seguir leyéndole de la misma manera que lo hacía doña Emilia. Se hacía tarde y el padre aún no volvía. El frío nos fue silenciando y fue pintando nuestro aliento de gris.
Entonces sentimos llegar desde la casa de Claudia el sonido de la puerta que se abría y luego una alegre expresión de bienvenida. Nos miramos entre todos, sin entender, y nos fuimos acercando al frente de la casa. De a poco, como ladrones, nos asomamos a la ventana y miramos dentro.
La luz caía desigual sobre dos sillas. Una de ellas estaba vacía y frente a ella se encontraba sentada Claudia, con sus ojos, sus bellos ojos, fijos en la nada. Sonreía alagada y con su mano derecha se llevaba a la boca uno a uno los merengues de un paquete que tenía apoyado en la falda. Mientras comía hablaba con alegría, gesticulaba y señalaba a la silla vacía como si alguien estuviera sentado allí.
Nos alejamos rápidamente de la ventana asombrados. Cada uno fue a su casa sin hablar y sin mirarse.
El padre Manuel llegó unas horas más tarde. De qué hablaron y cuál fue la reacción de Claudia, nunca nadie lo supo bien. Algunos dijeron que lo había tomado con extrañeza. Esa semana la niña dejó la villa para siempre.


Ahora hay silencio entre nosotros. El agua para el mate se ha acabado y me he dejado llevar por las palabras de Fulgencio otra vez.

-¿Le gustó?- me pregunta.
-Es triste- le digo- ¿No tenía nada más alegre para contarme?
-Usted pidió un cuento, no “un cuento alegre”- me dice con malicia.

Y tiene razón. Le pedí un cuento nomás. Y el señor se despacha un cuento sobre visiones. Visiones del pasado que no se quiere ir y de un futuro que no quiere llegar.

-El futuro se reniega a venir porque esta asustado del presente. Pero no se preocupe que tiene la obligación de llegar y es un muchacho muy responsable-me dice sonriendo.
-¿Le parece? Mire que el presente esta fulero como nunca.
- Claro, el futuro nunca dejo de venir. A veces viene mal claro, pero siempre viene. Es cuestión de paciencia, si se fija bien, lo podemos ver venir, justo como una visión.
- y dale con las visiones
- Bueno, usted tiene la culpa. ¿Para qué me pide un cuento si no lo va a soportar?
- Es que yo…
-Es que nada- me interrumpe Fulgencio- los cuentos se aceptan como son y listo. ¿Dónde se ha visto que un oyente reniegue de los cuentos que escucha?
- Se llaman críticos Fulgencio y hay millones en el mundo- le digo y me preparo para el estallido.
-¿Críticos?- dice- ¡Qué oficio más bajo! Críticar es al arte como las pulgas son al perro. No sirven para nada más que molestar.

Y concuerdo con él. Hay silencio nuevamente. Fulgencio ha empezado a limpiar el mate. Con paciencia mete la cuchar y remueve una porción de yerba cada vez más grande y, desde acá, parece que el mate bostezara. La bombilla esta a su derecha y el azúcar del otro lado.

-Fulgencio…- le digo.
-Mande- me dice.
-¿Qué va ser de nosotros?

Mi enano me mira. Hay un poco de asombro en su cara.
-No sé ¿Tiene miedo?
-Me parece que sí. Esta historieta ya la vivimos.
-¿Y la vez pasada, sobrevivimos?
-A duras penas Fulgencio.
-Vamos a volver a hacerlo. No se preocupe. El país sale de esta. Seguro que nos espera un futuro de paz y de armonía como nos lo merecemos. Duerma sin frazada.

Lo miro con cara de asombro y después con cara de enojo.

-¿Qué le pasa?- me dice
-¿Cómo que “qué me pasa”? ¡Enano caradura!
-¿?
-Otra vez con cuentos. Diga que al menos este tiene un esbozo de final feliz.
- Mi amigo no hay una que le venga bien.

Nos reímos un rato pero nos quedamos pensativos. ¿Qué será de nosotros?

viernes, 6 de junio de 2008

Último parcial de Tecnología Industrial

Hoy no tengo ganas de estudiar (como siempre) y lo miro a Fulgencio mientras lee el diario. Hace calor.
El teclado me llamo furioso, pero me niego. Tengo que aprender qué es una Unidad de vinculación tecnológica, cuántos centímetros debe tener un torno, qué es una fresadora... Sin embargo no puedo hacerlo. A pesar de que es el último parcial de mi vida.
Miro al teclado, que es negro con las letras blancas, y parece la sonrisa de un perro. La letra A ha desaparecido casi por completo. Solamente le queda el “techito puntiagudo” y una pequeña parte de la patita.
Me grito en silencio, me revuelvo en la silla, pero todo parece distraerme. Desde el costado del escritorio, que han vuelto a cambiar de lugar como si no entendieran que necesito de un escenario coherente para escribir, me miran los apuntes que debo Afrontar. Y me indignan, ya aprobé 3 parciales de esta porquería tecnológica y ahora me falta el último acto: un global para poder promocionar. Frente a mí flotan los rostros de los profesores que imagino en maquiavélicas diatribas, dilucidando cómo hacer para molestar más a los alumnos. Uno es alto peinado a la gomina, parece un clon del Drácula de Bela Lugosi. El otro tiene sin duda un aire al Frankenstein de los '50: de mirada poco lúcida, como al de una tortuga, pero capaz de accesos sanguinarios de violencia. Todo se mueve frente a mí, en mi imaginación al sonido del crepitar de las páginas de diario de Fulgencio, que se van apilando una a una, de la derecha a la izquierda, de a poco, lentamente. Como un tren de letras que se lleva las noticias.

Suspiro y vuelvo a tomar el apunte, pero no paso de las primeras hojas. En mi cabeza se produce una guerra sin tregua digna del próximo culebrón épico de Hollywood.
El príncipe Tecnología desea conquistar los imperios de mi cerebro, pero debe sustraerse a la seductora presencia de La Elfa negra que con sus letras lo invita, descaradamente a poseerla, a hacerla suya.
El príncipe se resiste, su aliado de confianza el Barón Memorioso le recuerda que después de esta batalla, esta última y magnífica batalla, la guerra quedará decidida a su favor.
Sin Embargo Tecnología duda, se retuerce, no sabe si atacar o no. Se consume entre una victoria gloriosa y un placer efímero pero justamente por esa cualidad, irrepetible.

De golpe, el silencio me trae a la realidad.
Fulgencio ha dejado de leer el diario. Me pregunta:

-Che, ¿no te vas a poner a estudiar?
-Ahora me pongo Fulgencio, ahora me pongo…