lunes, 16 de junio de 2008

La niña ciega + visiones del abismo (o como tener una vida en la argentina actual)

-¡Hola Fulgencio!
-Hola, ¿cómo le va? ¿Así que se concluyó con ese tema que lo tenía a mal traer?
-Claro, Gracias a Dios se acabó el problema.
-Buenísimo.

Me pasa un mate. Estoy todavía un poco descompuesto por los festejos de mi reciente logro pero igual se lo acepto. No vaya a ser que se ofenda.
Nuca conté acerca del lugar dónde nos encontramos. Vivimos en una casa de dos pisos, al costado de una ruta nacional. Si bien han cambiado varias veces la ubicación de las cosas, siempre se mantiene la relación: primero viene la PC, después un sillón dónde se apoya todo lo que no tiene un lugar fijo y después el escritorio del jefe.
Traemos agua desde la cocina, que está en la planta baja, y cebamos mates en una calabaza los lunes martes y miércoles y en un mate traído del paraguay los jueves, viernes, sábados y domingos.
A veces es un mate amargo, si estamos dulces por las cosas que nos pasan, y a veces es un mate dulce, si el mundo que nos rodea esta muy amargo.
Vivimos en la argentina, el mate casi siempre es dulce.

-¿Está contando dónde vivimos?
-Claro Fulgencio, ¿qué quiere que comente?
-Dígale a la gente que los vecinos han levantado una pared de ladrillos que nos tapa la visión, pero que no alcanza a ocultar la luna. Cuente que cuando es de noche nos gusta mirar hacia fuera y que parecemos dos gatos enjaulados.
-Tomo nota de lo que me dice,- y realmente lo escribo en el cuadernito que he comprado para que las frases de Fulgencio no se me pierdan- y comparto su sensación. A veces parecemos encerrados. Pero son más las veces que la pared que nos encierra esta en nuestra cabeza. ¿O me equivoco?
-Para nada- dice mi enano- pero no quería usar una imagen tan clásica. No le ha servido para nada el taller.
-No sea cargoso- y me contengo para no revolearle el mate por la cabeza- escribir no es fácil Fulgencio. A veces no sé de que hablar.
- Hable de lo que le pasa. ¿Qué le pasa?

Mi enano no dimensiona que las preguntas que me hace no tienen una respuesta sencilla y mucho menos interesante. Me río y espero paciente un nuevo mate.

-Fulgencio, hace mucho que no me cuenta historias de su país ¿Se le acabaron?
- Nunca se me acaban y son lindas para amenizar el mate.
-Dele nomás…
- Le doy con gusto.



La niña ciega.

Cerca de mi barrio, en la zona de Villa Pipoca, vivía hace algún tiempo una costurera y su hija. La señora que se llamaba Emilia, era conocida por la firmeza de sus trazos en el bordado y por la seriedad con que encaraba cualquier trabajo. La hija, que se llamaba Claudia, era recordada por su gran belleza y por un detalle: era ciega de nacimiento.
Doña Emilia intentaba demostrar con su esfuerzo que la gente confiaba en ella como costurera no por pena debido a su situación de mujer sola a cargo de una niña, sino que lo hacía por la excelencia de su labor.
Claudia no iba al colegio porque en aquellos días no existían personas que se dedicaran a educar a los ciegos. Sin embargo, su madre, en las tardes que le quedaban libres, se encargaba de instruirla enseñándole y leyéndole en voz alta. Solían quedarse hasta bien entrada la noche, discutiendo sobre algún pasaje oscuro de alguno de los libros que habían elegido para leer aquel día. Yo las veía al volver de noche a mi casa, doña Emilia envuelta en un chal de lana para evitar el frío, con el mate en una mano y un libro abierto en la otra y Claudia con sus ojos, su preciosos ojos, fijos en el rostro de su madre como si tratara de verla. Muchas veces me pregunté si no estaba enamorado de esa mirada extrañamente cálida en su fría ceguera.
Doña Emilia tenía un ritual que realizaba todos los jueves. Era ese el día de la semana que se tomaba para visitar a sus clientas. Salía bien temprano en la mañana y dejaba a Claudia. Le daba todas las recomendaciones que le da una madre a sus hijos, y la dejaba, temerosa y con sentimiento de culpa, abrumada por la necesidad del trabajo y por el deseo de no dejar a su niña sola. Los vecinos tratábamos de pasar por la casa de Doña Emilia los jueves para ver si Claudia necesitaba algo. Ella nos recibía con alegría y nos agradecía las atenciones pero nunca hacía pasar a nadie a su casa. A decir verdad, la niña se manejaba extraordinariamente bien pese a su impedimento y nunca había tenido ningún problema. Lo costurera, cumplido el jueves de trabajo fuera de casa, realizaba un último rito: compraba merengues en la panadería de la calle Libertad y se los llevaba a Claudia para compartir esa noche mientras leyeran. Era un premio a su habilidad para esquivar las penurias y una manera de celebrar el hecho de que volvieran a estar juntas.
Una tarde de invierno, después de comprar los merengues en la panadería, doña Emilia cruzó la calle Libertad para ir a su casa. La muerte la esperaba en la mitad de la calle. Don Luis, que llegaba tarde a la casa de sus hijos que festejaban el cumpleaños de su nieto, se distrajo un segundo y no pudo esquivar a la madre de Claudia. Según me contaron cuando llegó la ambulancia Doña Emilia ya estaba muerta. Su cuerpo quedó tirado en el medio de la calle, rodeada de sus utensilios de costura y el paquete de merengues aplastado al pie de un árbol.
Los vecinos se reunieron en la vereda y mientras unos trataban de consolar a Don Luis, otros intentaban decidir quién debía ir a decirle a Claudia, que seguía esperando la llegada de su madre, la triste noticia. Nadie se atrevía, nadie tenía el valor suficiente para cargar de pena a una niña tan frágil y tan bella.
Alguien propuso que fuera el padre Manuel el encargado de dar la noticia, ya que se suponía que era el párroco el que más sabía acerca del dolor humano. Pero existía un problema. El padre Manuel no estaba en la casa parroquial ya que estaba de visita en lo de su hermana y recién volvería en la noche. Decidieron entonces esperar a su regreso.
La oscuridad ya se había adueñado de la villa y las vecinas de Claudia esperaban ansiosas al padre. Yo ya había vuelto del trabajo y me había enterado de las malas nuevas. Aguardábamos murmurando, comentando en vos baja la terrible suerte de la niña preciosa. Algunos se ofrecieron a recibirla en sus propias casas, otros a darles algún tipo de trabajo, otros (entre los que me encontraba) nos comprometimos a seguir leyéndole de la misma manera que lo hacía doña Emilia. Se hacía tarde y el padre aún no volvía. El frío nos fue silenciando y fue pintando nuestro aliento de gris.
Entonces sentimos llegar desde la casa de Claudia el sonido de la puerta que se abría y luego una alegre expresión de bienvenida. Nos miramos entre todos, sin entender, y nos fuimos acercando al frente de la casa. De a poco, como ladrones, nos asomamos a la ventana y miramos dentro.
La luz caía desigual sobre dos sillas. Una de ellas estaba vacía y frente a ella se encontraba sentada Claudia, con sus ojos, sus bellos ojos, fijos en la nada. Sonreía alagada y con su mano derecha se llevaba a la boca uno a uno los merengues de un paquete que tenía apoyado en la falda. Mientras comía hablaba con alegría, gesticulaba y señalaba a la silla vacía como si alguien estuviera sentado allí.
Nos alejamos rápidamente de la ventana asombrados. Cada uno fue a su casa sin hablar y sin mirarse.
El padre Manuel llegó unas horas más tarde. De qué hablaron y cuál fue la reacción de Claudia, nunca nadie lo supo bien. Algunos dijeron que lo había tomado con extrañeza. Esa semana la niña dejó la villa para siempre.


Ahora hay silencio entre nosotros. El agua para el mate se ha acabado y me he dejado llevar por las palabras de Fulgencio otra vez.

-¿Le gustó?- me pregunta.
-Es triste- le digo- ¿No tenía nada más alegre para contarme?
-Usted pidió un cuento, no “un cuento alegre”- me dice con malicia.

Y tiene razón. Le pedí un cuento nomás. Y el señor se despacha un cuento sobre visiones. Visiones del pasado que no se quiere ir y de un futuro que no quiere llegar.

-El futuro se reniega a venir porque esta asustado del presente. Pero no se preocupe que tiene la obligación de llegar y es un muchacho muy responsable-me dice sonriendo.
-¿Le parece? Mire que el presente esta fulero como nunca.
- Claro, el futuro nunca dejo de venir. A veces viene mal claro, pero siempre viene. Es cuestión de paciencia, si se fija bien, lo podemos ver venir, justo como una visión.
- y dale con las visiones
- Bueno, usted tiene la culpa. ¿Para qué me pide un cuento si no lo va a soportar?
- Es que yo…
-Es que nada- me interrumpe Fulgencio- los cuentos se aceptan como son y listo. ¿Dónde se ha visto que un oyente reniegue de los cuentos que escucha?
- Se llaman críticos Fulgencio y hay millones en el mundo- le digo y me preparo para el estallido.
-¿Críticos?- dice- ¡Qué oficio más bajo! Críticar es al arte como las pulgas son al perro. No sirven para nada más que molestar.

Y concuerdo con él. Hay silencio nuevamente. Fulgencio ha empezado a limpiar el mate. Con paciencia mete la cuchar y remueve una porción de yerba cada vez más grande y, desde acá, parece que el mate bostezara. La bombilla esta a su derecha y el azúcar del otro lado.

-Fulgencio…- le digo.
-Mande- me dice.
-¿Qué va ser de nosotros?

Mi enano me mira. Hay un poco de asombro en su cara.
-No sé ¿Tiene miedo?
-Me parece que sí. Esta historieta ya la vivimos.
-¿Y la vez pasada, sobrevivimos?
-A duras penas Fulgencio.
-Vamos a volver a hacerlo. No se preocupe. El país sale de esta. Seguro que nos espera un futuro de paz y de armonía como nos lo merecemos. Duerma sin frazada.

Lo miro con cara de asombro y después con cara de enojo.

-¿Qué le pasa?- me dice
-¿Cómo que “qué me pasa”? ¡Enano caradura!
-¿?
-Otra vez con cuentos. Diga que al menos este tiene un esbozo de final feliz.
- Mi amigo no hay una que le venga bien.

Nos reímos un rato pero nos quedamos pensativos. ¿Qué será de nosotros?

1 comentario:

Olvido dijo...

como siempre exquisito.