domingo, 27 de abril de 2008

Juan Carlos Scala Paredes, escalador de paredes. (versión completa y aprobada por la C.H.I.C.H.O.)

De todos los recuerdos de mi infancia en Villa Pipoca, atesoro particularmente la memoria de Juan Carlos Scala Paredes. Este recuerdo no se debe tanto a sus apellidos que formaban una conjunción sorprendente sino que más bien está ligado a su increíble, abrupta, deliciosamente mágica, partida.
Pero empecemos por el principio así no nos mareamos al llegar al final.

Por ironías del destino Giacomo Scala, inmigrante italiano recién arribado al país, radicado en la provincia de Mendoza, se enamoró y se casó con Angélica Paredes, la hija del zapatero. Ella, atenta en todo, viendo el deseo de Giacomo de ser padre no tardó en quedar embarazada y dio a luz a Juan. La experiencia no debe haber sido muy agradable para Angélica porque Juan fue el primero y el último. Criado en la soledad de un patio sin hermanos, el “tanito”, como todos le llamábamos, recurría a la hermandad substituta de los vecinos. Y así nos conocimos.

Los Scala vinieron a vivir enfrente de lo del Rengo Videla, en una casa pequeña, más que nada una piecita, que hacía las veces de comedor, cocina y estudio. Estaba a media cuadra de la mía doblando por la calle Vespucio hacia el sur. Era una casita blanca de baja altura que tenía un lindo patio y era la única de la cuadra, lo que le daba un aire solitario. Estaba toda rodeada por alambre excepto por una pared de ladrillos que se erguía a la derecha de la entrada (a la derecha mirando desde lo del Rengo Videla). Parecía que los Scala, previendo un vecino futuro, habían construido una medianera lindante con la nada. Las viejas comentaban que era un derroche de dinero haber mandando a construir una pared con tan poco uso, pero lo cierto es que cuando ellos vinieron a la Villa, la medianera ya existía.

Arribaron, como dije, a la piecita atraídos por las promesas de una tía de Angélica que le consiguió a Don Giacomo un puesto de sereno en La Fábrica y a la mamá del tanito un trabajo en un almacén.
Juan, que vino con 5 años, vivía al cuidado de la Tía primero, de la cual nunca supe el nombre, pero pasado un tiempo pasaba las tardes entre los vecinos.
Era la época en que aún se confiaba en “la gente de al lado” y si bien algún problema podía encontrarse entre los que vivíamos en Villa Pipoca, no había razones para recelar de nadie.

Es extraño pero siempre recuerdo la primera vez que vimos al tanito en la cuadra. Hacíamos un picadito. Era un chico más bien de porte pequeño con la tez muy clara. Tenía la costumbre de tener casi siempre las manos en los bolsillos. Usaba un pantalón corto marrón y una camisa blanca. Llevaba media sonrisa en el centro de la cara de cachetes colorados.
Lo adoptamos en el grupo al instante ya que era el único arquero decente en toda la Villa.
Pero no es de su habilidad al arco (que nos permitió ganar el intercolegial atajándole un penal al Gordo Liberacce) de lo que quiero hablar. Sino más bien de su otra gran habilidad, su “don”, como le gustaba decir al él.
Verán. En Juan la jocosa comunión de los apellidos de sus padres, actuaba como la marca de un destino. El Tanito era un escalador. Un escalador de paredes.

No era extraño en esos días, encontrar las más variadas disciplinas deportivas barriales. Había muchachos que dominaban el balero, otros que eran maestros del yo-yo (con vuelta al mundo e infinitas variaciones de “El perrito”), pateadores de latas, constructores de pelotas de media, infladores de bicicletas, tocadores de timbre, jugadores profesionales de mancha, escondida, rayuela, constructores de castillos de naipes, chinchoneros, amantes de la lotería, contrabandistas de bolitas y figuritas, trepadores en general y trepadores especializados: alpinistas de arboleda y escaladores de paredes.
El hecho de que Juan fuera uno de éstos últimos, no era un suceso destacado. Lo que sí era una extrañeza era que su apellido lo anunciara tan abiertamente y que, sin lugar a dudas para todos aquellos que tuvimos el orgullo de conocerlo en actividad, fue el mejor trepador de muros que dio la época.

No había pared, tabique, murallón o medianera que se le resistiera. Era capaz de recitar de memoria el orden y el grado de dificultad de todos los muros trepables del barrio. Tenía muy buen ojo para elegir su camino entre los ladrillos, de manera tal que lograba escalar muy rápidamente. Carecía de miedo ante aquellas paredes coronadas con vidrios rotos o con rejas. Conocía las distintas consistencias de los recubrimientos (no es lo mismo pintura que cemento o barro). En definitiva, era un experto en su arte.
Lo comprendimos el día que, mientras lo íbamos a buscar para jugar a la escondida, lo vimos trepar como quien no quiere la cosa, la medianera de su casa.

A fin de cuentas, la criticada pared del lado derecho había sido la cuna de su talento. Según el mismo nos contó, había descubierto su vocación jugueteando al pie de la medianera. Había sido una experiencia mística. Siempre la recordaba. Transcribo la historia que nos contó como me la aprendí, de tanto escucharla:

“Estaba sentado al pie de la pared, aburridísimo. Mataba hormigas con el martillo que papá había dejado en el patio. Y sentí como un cosquilleo. El viento se levantó. Pensé que se venía una tormenta porque de repente se obscureció el frente de la casa y la sombra se fue moviendo hacia abajo como cuando uno pone miel en una tostada. Se arrastraba muchachos” nos repetía. “Y, de golpe, un rayo de luz fuertísimo atravesó el velo gris. Tan fuerte que me caí para atrás y me di un golpazo en la cabeza, acá atrás.
Me agarré la nuca y mientras insultaba al aire, la vi: (en este punto su cara se iluminaba como si el rayo de sol le siguiera alumbrando) La pared, la medianera de mi casa. Iluminada, tentadora… me llamaba muchachos. Me llamaba como cuando mi mamá quiere que vuelva de la casa de alguno de ustedes…”

Nosotros nos reíamos pero nos mirábamos de reojo, con un miedo secreto.

Fuimos creciendo, inevitablemente hacia arriba, y Juan no dejaba de sorprender con sus proezas de escalamiento.

La pared del hospital, la medianera de la escuela, el murallón del parque, la casa del placero, todas ellas fueron superadas sin mayores dificultades. Poco a poco se hizo evidente que no había pared que no pudiera trepar el Tanito y comenzó a realizar intentos más osados.
Recuerdo cómo le latía el corazón mientras lo abrazaba felicitándolo por haber trepado el murallón de la Casa de Martín. Y no era para menos, 5 metros de piedra pura que atemorizaban a cualquiera, no habían sido obstáculo para nuestro experto.
Llegó, incluso a menoscabar a las paredes. Trepaba muy rápido y antes de coronar el muro, sonreía socarronamente o lanzaba piedras que sacaba de su bolsillo, mientras se sostenía con una sola mano. Este comportamiento soberbio era tolerado por los muchachos del grupo que aplaudíamos a rabiar las proezas ofrecidas. Si hubiéramos sabido que ese comportamiento nos iba a costar muy caro, nunca lo hubiéramos aprobado.

El tanito había logrado un nivel de profesionalismo ejemplar que sólo unos pocos elegidos pudieron lograr. Esto le trajo el respeto de todos en el barrio pero también le trajo contrincantes. Muchachos, de otras barriadas, habilidosos trepadores, que deseaban medirse con Juan para determinar quién era el mejor. Nuestro escalador los enfrentaba a todos y a todos los vencía. Incluso, otorgando una enorme ventaja a sus rivales, los dejaba escoger la pared a trepar. De todos ellos a ninguno recuerdo especialmente, con excepción claro, de Rupino.

Se llamaba Roberto, Roberto Rupino, y vivía en el Barrio Encarnación. Era casi tan bueno como Juan, pero, en mi opinión, carecía del estilo impoluto del Tanito.
Sin embargo, había adquirido fama también cómo escalador de paredes y no tardó en cruzarse con nuestro amigo.

Recuerdo esos días y me vuelve la amargura de entonces. Lo que sucede es que, los próximos sucesos que voy a relatar, entran en la categoría de aquellas cosas que, supuestamente, deberían perder importancia al madurar pero sin embargo nos siguen doliendo en el tiempo. A pesar de los años. A pesar de que ya no seamos ni niños, ni inocentes.

Sucedió lo inevitable. Una tarde, al pasar por la plaza Belgrano, vimos a la barra del Barrio Encarnación jugando a las bolitas junto a los columpios. Se imaginarán que no podíamos permitir una intromisión de ese tipo (la plaza quedaba en el centro de la Villa) así que nos fuimos derecho a encarar a los invasores del otro bando.
No me enorgullece recordar que hubo piedras tiradas sin ánimo de lastimar (aunque algunas hicieron blanco) e insultos de todo tipo. No recuerdo cómo, pero en un momento se negoció una tregua.
El uso de la plaza Belgrano con todas sus instalaciones debía ser disputado de otra manera. Cómo los pibes del Barrio Encarnación sabían de nuestra superioridad futbolística (¡cobardes!), decidimos dejar todo en manos de una disciplina en la cuál ambos bandos tuvieran una relativa igualdad de condiciones. Todo esto entre medio de empujones, insultos y reproches.
Rupino tuvo la idea, lo que demuestra que hacía rato que estaba con ganas de medirse con Juan. El ganador de una competencia de escalada de pared, le otorgaría a su bando la victoria, los derechos de uso de la plaza y 60 bolitas de las más lindas. La prueba consistía en una demostración básica de habilidad: trepar una pared por un lado y bajar por el otro. El primero en llegar del otro lado sería el ganador.
Ahora sé que, aunque era mucha la confianza que le teníamos al Tanito, no debimos haber aceptado tan confiados.
Se fijó el horario y el día: sería el sábado a la tarde, cerca de las 8, cuando el sol comenzara a ponerse sobre la Villa. Se decidió además cuál sería la pared a escalar. Después de pensarlo un poco, los contrincantes acordaron escalar la pared de la escuela Fray Luís Beltrán por ser conocida por ambos y porque la Escuela era el centro de nuestras vidas en aquellos días.

La espera fue larga. Durante la semana acompañamos al Tanito varias veces a ver de cerca la pared. La estudiaba con el seño fruncido, le daba vueltas, la tanteaba. Ese jueves dijo que ya estaba preparado, aliviando el sufrimiento de todos.

Llegados a este punto quisiera hacer un alto en mi narración. Deseo que se me entienda. No es para nada agradable para mí contarles los detalles de cómo Rupino ganó la plaza y las bolitas para su equipo, ni cómo nos quedamos pasmados a ver al tanito perder. Es demasiado doloroso, aún ahora.
Perdimos miserablemente. No doy excusas porque no las necesito. Los grandes también suelen tener tropezones. Rupino ganó limpiamente, aún cuando clamábamos por una imaginaria trampa.
Todo se debió a la confianza en sí mismo de Juan.
La competencia arrancó pareja, cada uno trepando por su lado, pero rápidamente nuestro héroe tomo la delantera. Llevaba mucha ventaja pero, antes de llegar a la cima, el Tanito decidió ofrecerle a su público un gesto de victoria. Se dio vuelta y, sostenido con una mano, nos saludó con una sonrisa mientras se balanceaba. Rupino, que no era tonto, se dio cuenta que era su oportunidad y aceleró su paso por la pared superando a un sorprendido Juan que no alcanzó a reaccionar. Roberto ya llevaba un tiempo del otro lado de la pared cuando el derrotado llegó.
Nos quedamos helados. No lo podíamos creer. Pagamos nuestra apuesta con todo el dolor que puede tener un niño al desprenderse de sus juguetes preferidos, de su honor y de su plaza, el teatro de ese tiempo que llamamos Infancia.

Desde ese momento, perdimos la fe en Juan y lo que es peor, él perdió la fe en sí mismo.
Decidió retirarse. Dejar el escalamiento de paredes para siempre. Le quitó el sentido a su doble apellido luego de su primera y fatal derrota. Y no sólo eso. Perdió el valor. Mientras que cualquiera, al ver las burlas que le propinaba Rupino hubiera reaccionado a los golpes, Juan (qué desde ese momento fue sólo “Juan” y nunca más “el Tanito”) bajaba la cabeza avergonzado. Se volvió callado, siempre triste.
Los muchachos nunca más volvimos a hablar del tema para no herirlo y nos inventábamos excusas para justificar el hecho de que no fuéramos a la plaza a jugar. A pesar de todos los cuidados que tuvimos, nunca pudimos recuperar a Juan que pasó a ser una figura gris entre nosotros. No volvimos a verlo a trepar.
Pasaron los años y cada uno siguió su camino. Yo me fui de la Villa, no sin dolor, al casarme con Lucrecia. Abrimos una panadería con un socio frente a la estación Terminal de ómnibus. Aunque volvía seguido a Villa Pipoca a ver a mis viejos, no pasó mucho para que dejara de encontrarme con mis antiguos amigos.
Supe que Juan se había enrolado en la Marina y que estaba en Bahía Blanca. Esa fue la última noticia que tuve de él. Hasta el primer día del mes pasado.

Estaba por cerrar la panadería, cuando vi su sombra en la entrada. El sol caía detrás de él lo que me impidió reconocerlo al principio pero una vez que entró al local supe que era él. No había cambiado nada en 40 años. Seguía teniendo la cara colorada, ahora enmarcada en un pelo gris. Me dijo que me andaba buscando, que había ido a mi vieja casa y que ahí le habían dicho que no vivía más en la Villa. Qué había ido a verme al club, al Bar de Don Emilio, que me había seguido buscando por todos lados hasta que me encontró. Lo vi agitado. Me preocupé por él. No sabía que había sido de su vida en tanto tiempo. Lo saludé con algo de asombro y le pregunté el porqué de su deseo de verme después de tantos años y con tanta insistencia. Lo invité a tomar un café. Me dijo que no teníamos tiempo que perder, que lo tenía que acompañar sí o sí a un lugar. Pero no me dijo a dónde.
Le explique como pude que no podía ser hoy, que si quería mañana podíamos ir en la tarde a dónde el quisiera, pero que justo en ese momento estaba cerrando la panadería y debía irme a casa porque Lucrecia me esperaba a comer. Se puso muy nervioso. Sus ojos daban vueltas para todos lados y se pasaba las manos por el pantalón. Me dijo que tenía que ser hoy porque sino ya no tendría ningún sentido. Me recordó nuestra antigua amistad, me lo pidió en nombre de la memoria de la vieja y, dándose cuenta de que no tenía intenciones de acompañarlo, se arrojó al suelo a suplicarme que lo hiciera.
Accedí al fin, no pudiendo soportar el patetismo de la escena y me convencí de que mi amigo no estaba en sus cabales al verlo hacer un bailecito de alegría al saber que finalmente lo acompañaría. Cerré la panadería al fin y me dejé arrastrar, algo atemorizado, por el ímpetu de su pedido.
Fuimos caminando, casi sin hablar urgidos de una prisa invisible. A las 2 cuadras ya me encontraba maldiciendo en voz baja a Juan, a su loca carrera que no aflojaba ni por un segundo, a mis zapatos que eran demasiado incómodos para el veloz paso que llevábamos y a las nubes que iban cubriendo el cielo nocturno. De a poco me di cuenta de que volvíamos a la Villa. No contestó cuándo le pregunté a dónde íbamos. Sólo dio vuelta la cara, como para cerciorarse que lo estaba siguiendo.

Empezó a correr el viento justo cuando doblamos por Figueroa hacia la plaza. En ese momento me di cuenta de que íbamos a la Escuela Fray Luís Beltrán. Cuando pisamos la familiar vereda, mi amigo comenzó a recordar el incidente con Rupino. Me preguntó si yo lo recordaba, lo que afirmé, y después rememoró detalle a detalle su derrota. Si bien ya estaba lloviendo, me di cuenta de que Juan lloraba de bronca.
Llegamos al frente de la escuela. El tiempo nunca tiene misericordia con nada en el mundo pero en el caso de un edificio al menos respeta su dignidad.
La Escuela estaba, en líneas generales, igual que cómo la recodaba, solo que a oscuras. Me acerqué al muro que me pareció mucho más bajo que en aquel entonces. Sonreí bajo la lluvia cuando lo toqué. Juan estaba quieto. Parecía pensativo. Vi sus puños temblar como quién trata de no pegarle a un irrespetuoso, como quién duda. La lluvia comenzó a caer en ese instante de una forma casi violenta y me sacó del letargo. Me acerqué a mi amigo y le pedí que volviéramos a nuestras casas o que al menos se pusiera al reparo para evitar el resfrío. Le toque el hombro tratando de hacerlo reaccionar. Saltó ante mi contacto y antes de que me diera cuenta de lo que hacía, enfiló derecho a la pared, a su infantil muro de lamentos y la trepó de un salto demostrando en ese acto su magnífica habilidad, su precioso estilo.
Lo vi trepar, alumbrado por los relámpagos que se descargaban sobre la Villa a lo lejos. Lo observé subir, mientras la boca se me abría en asombro. Coronó la pared con una pirueta y la luz le pegó en el rostro mostrándolo con una mezcla de desesperación y alegría. Respiró con un sonido húmedo, viscoso y se zambulló hacia la negrura que esperaba del otro lado de la escuela. Sentí sus carcajadas de alegría entre los relámpagos y la lluvia y sin poder contenerme aplaudí la pirueta igual que lo hubiera hecho cuarenta años antes. No me importó la lluvia que caía, ni el viento que me congelaba. Sentí que algo se completaba dentro de mí y volví a tener la felicidad despreocupada de un niño. Quería saludar al Tanito nuevamente y brindarle los honores merecidos una vez más. Y al pensar en él, me di cuenta de que Juan no había vuelto.
Espere un tiempo prudencial de este lado del muro, pero me fui dando cuenta de que mi amigo no venía. Comencé a llamarlo, a los gritos y traté de trepar yo mismo la pared. Cuando a duras penas llegué a la cima, mire al patio de la escuela que estaba vacío y oscuro. No se veía ni rastro del escalador de paredes. Me imaginé que abría salido por otra puerta o que se había arrepentido de haber venido a buscarme. Decidí irme a mi casa, bastante ofendido por su actitud.
En los días que siguieron y durante un mes entero, estuve preguntando por él a los amigos que lo conocían. Pero nadie lo había visto en mucho tiempo. Me aseguraron que habían pasado años desde la última vez que se lo vio por el barrio. Desconfiaban de que fuera él la persona que me vino a ver ese día. Pero yo estaba seguro de que era él. Nuca más lo volví a ver. Durante ese mes, en las tardes, antes de cerrar la panadería, me quedaba mirando hacia fuera, a la calle. Tratando de descubrir su figura entre las sombras. Pero nunca la vi. Me asombraba, pero también me indignaba su desaparición. Traté de olvidarlo en la rutina del trabajo y de la vida. Y lo hubiera logrado si no hubiera sido por la mañana del lunes pasado. Ese día, cerquita de las 11 mientras anotaba en la libreta de los pedidos una torta de ricota para Doña Elvira, sentí que un caballero le pedía a Lucrecia, que estaba atendiendo, 2 kilos de pan flauta. Levanté la cabeza, movido por una extraña sensación, y reconocí la figura de Roberto Rupino. Me acerqué y lo saludé con cariño. Si bien de niño habíamos pertenecido a grupos distintos, el tiempo había borrado todo rencor. Él me reconoció al instante y se quedó charlando conmigo apoyado en el mostrador, mientras mi mujer le pesaba el pan. Le comenté que en ese tiempo había estado pensando en él ya que había encontrado a Juan Scala Paredes hacía poco. Le conté la historia de ese día tal como lo había hecho ya varias veces. Rupino se río bastante y sus ojos brillaron al rememorar. Entonces dijo algo que me dejó sorprendido. Contó que siempre recordaba el incidente de la escuela con algo de vergüenza, porque en aquél tiempo estaba seguro de poder vencer al Tanito, pero que ese día Juan le había dado una lección al ganarle de una forma tan categórica. Me quedé helado. Le dije que se confundía que ese día él había ganado y que nuestro amigo había perdido de una forma patética. Me miró sorprendido y me contó la historia de la competencia tal cuál la recordaba. Era básicamente la misma pero en su versión Juan nunca se detenía a saludar a sus amigos de manera soberbia, sino que ganaba de cabo a rabo la carrera. En ese momento, mi mujer le entregó el pan y Rupino saludó con afecto y se fue.
Quedé sorprendido unos 10 minutos y luego, sin dar ninguna explicación, salí corriendo derecho a la Villa. Fui de casa en casa preguntando a mis antiguos amigos cómo recordaban la escena final de la competencia de escalada de pared y me fui asombrando cada vez más al escuchar contada por distintas voces la versión de Rupino que tenía a Juan como el ganador.
Cuando volví a la panadería mi mujer ya había llamado a la policía y los que es peor, a mis hijos, que me reprendieron como si fuera un niño. Me sentaron en una sillita y me dieron un té de tilo. Me preguntaron qué era lo que había pasado pero no les quise contar. Me quedé mirando al té que giraba tratando de congeniar lo que recordaba y lo que los demás recordaban.
Esa noche, en la mesita de la cocina, escribí la historia tal cuál la recordaba yo con un Tanito perdedor y humillado para resguardarla de una posible perdida de memoria. Sin embargo, aún recuerdo el incidente tal cuál pasó y aunque los demás han tratan de convencerme de que no es así como las cosas pasaron, no les creo. Estoy seguro de que la noche que con Juan volvímos a la escuela algo sucedió que cambio de alguna manera lo ocurrido, pero que no pudo cambiar mis recuerdos.
Pese a todo, por las tardes, mientras cierro la panadería y pienso en mi amigo, fantásticamente desaparecido, humillado en mi recuerdo y ensalzado en el de los demás, sonrió porque sé que logró recuperar su alegría infantil, aunque yo tenga que cargar solo con el peso de su humillante derrota. ¿Para eso estamos los amigos no?

1 comentario:

VANE dijo...

y para cuando la continuacion amigo????? grande chicho!!!!!!!! espero tu final y que me avises!!!!!! besitos negro!